Cuando nos embarcamos en esta aventura, sabíamos que tendría un final, pero aun así nos sorprendió que el último día llegara.
Este fin de semana ha sido agridulce, ya que era consciente del paso de las horas que anunciaban la llegada del domingo y la final despedida. Es cierto que me sentía triste, pues tenía muy presente que ya no volveríamos a estar todos juntos de esa manera, que no volvería a levantarme temprano los sábados rumbo al Teide con el ya conocido hormigueo en la barriga por el alucinante fin de semana que se me presentaba delante, que ya no nos levantaríamos por la mañana con Yure diciendo “buenos días, buenos días”, que no volveríamos a reunirnos todos en esa casa alrededor de la chimenea buscando desesperadamente calor, o salir por la noche y ver ese cielo imponente oscuro, que todo lo abarca, con millones de estrellas mirándote desde arriba, y el monumental volcán Teide, haciéndote sentir pequeña y frágil, pero a la vez orgullosa y afortunada por poder disfrutar de esta experiencia.
Este fin de semana, sin embargo, me propuse pasarlo bien y que, al menos para mí, fuera inolvidable, así que en mi maleta no faltó una radio con música carnavalera y la carne mechada para las arepitas que nos íbamos a mandar el sábado. Llegué a las siete, como de costumbre, y poco después nos pusimos en marcha camino a Juan Évora. Tuvimos que repartirnos entre la “furgo” de David y mi coche, pero aún faltaba Carmen por llegar. Por el camino, vimos su coche, pero iba en dirección contraria, así que Bárbara, muy acertadamente, empezó a decir “¡Tócale la pita! ¿Por qué no le tocan la pita?” al rato, conseguí descifrar lo que esas extrañas palabras significaban… así que le vine a tocar la pita cuando Carmen ya estaba demasiado lejos. Tocaba pues dar la vuelta en busca de nuestra compañera, quien iba con la música a todo meter, disfrutando del paisaje, pero con ritmo. Una vez estuvimos todas juntas, nos fuimos de nuevo, con el objetivo de realizar los censos y el conteo de disponibilidad de alimento. Acabado esto, subimos hasta el bebedero de Montaña del Cedro. El camino para arriba es lo que aquí llamamos “una buena pechada”, así que a todos nos resultó gracioso que Inma (quien había subido antes que nosotros para montar las redes y todo lo necesario para el anillamiento) lo tuviera que hacer para subir y que una vez arriba se dieran cuenta de que habían olvidado en el coche la carpeta donde se toman los datos de las aves y las anillas. Así que tuvo que bajar de nuevo a cogerla y subir de nuevo la cuesta hasta arriba, y todo para coger un triste pájaro que, además, ya estaba anillado.
El sábado volvimos tempranito a la casa, y mientras David, Rubén y Nico (equipo de coordinación) iban a montar las redes, las chicas y yo aprovechamos para relajarnos en el porche, cervecita en mano, empapándonos de todo el buen rollo que nos transmitíamos y agradeciendo esa sensación cálida que te ofrece la amistad. Es increíble a dónde hemos llegado, lo bien que hemos encajado, y aprovecho este momento para desmitificar la creencia de que entre mujeres es cuando surgen las tensiones y los malos rollos. Jamás hemos tenido una sola discusión, si ha sido necesario decirnos algo todo se ha llevado a cabo desde el respeto y el afecto, preocupándonos por quien no tenía el mejor de sus días, pero sin atosigar, siendo prudentes y discretas. Empecé el proyecto con un montón de desconocidos en una casa en el Teide, y acabé con muy buenos amigos, en un sitio que durante medio año fue nuestro hogar los fines de semana.
Esa noche fue una locura desde el principio. Éramos diez personas para cenar, pero se ve que sobrestimamos el hambre que tendríamos, así que preparamos: más de 40 arepas, un kilo y medio de carne mechada, dos kilos de pollo desmenuzado, un montón de salpicón, guacamole… No hace falta decir que sobró un montón de comida, pero eso nunca ha sido un problema porque en la Isla Baja, la perrita de David espera con ansia los domingos para dar buena cuenta de lo que arriba no nos comemos, aquí no se tira nada. Después de cenar, a mí me poseyó el espíritu del Carnaval, así que animé a mis compañeros a bailar y a pasárnoslo bien. Yure me siguió el rollo, y luego Sonia y el Negro, pero llegó un momento en el que me vi bailando sola como las locas, y capté la sutil indirecta.
Y el domingo llegó. Desayunamos y nos fuimos al bebedero de El Portillo, donde montamos las redes. Aprovechamos los ratitos entre revisión y revisión, para aprender otras formas de montarlas, y para hablar de cosas en general, creo que como una forma de ahuyentar esa nube de melancolía que a todos nos cubría por saber que esto se acababa. Finalmente nos despedimos, pero con la certeza de que dentro de un mes nos volveremos a ver, así que no fue un hasta nunca, sino más bien un hasta luego, mucho menos doloroso de lo que me esperaba.
Y nada, como ya dije antes, sólo tengo palabras bonitas para todos y a todos los llevo en el corazón, que aunque suene cursi es así. Por tanto, agradecimientos a Inma por su forma de ser, porque al hablar con ella parece que todo va a ir bien; a Yure, por ser puro sentimiento, fuerte y vulnerable al mismo tiempo, y un diez como persona; a Carmen, a quien conocía de la facultad, pero no había tenido la oportunidad de descubrir lo buena que es como persona; a Sonia, una máquina pajarera, sencilla y natural, pero divertida y despierta al mismo tiempo; a Enrique, otro todoterreno del mundo de la ornitología, con quien hay tiempo para el vacilón, y tiempo para empaparte de todo lo que sabe sobre cultura de Canarias y aves; a Yasira, porque qué habría sido de nosotros sin ella y su arte para hacer el fueguito que nos calentaba los huesos y nos reconfortaba antes de dormir; y, por último y no menos importante, a Bárbara, el pelazo del segundo grupo de Lanius, un encanto y una maravillosa persona. Por otro lado, agradezco también a David y a Rubén (equipo de coordinación científica) su forma de acogernos, como si nos conociéramos de toda la vida, no marcando el límite maestro-alumno sino haciendo que todo fluya de manera natural y creando una relación sana y especial que, al fin y al cabo, son las que perduran en el tiempo y las que te sacan una sonrisa cuando las recuerdas. Por último, agradecer a Nico (coordinador general del proyecto) que sacara adelante este proyecto, el cual me ha permitido crear recuerdos imborrables y disfrutar de una experiencia única en el Parque Nacional del Teide.
Autora: Melania Fructuoso
Fotos: Sonia Ramos
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